180KM PEDALEANDO CON FANTASMAS

Entrenando en silencio

Víctor Arroyo

8/2/20253 min leer

Hay días en los que entrenar se parece más a enfrentarse a uno mismo que a mejorar un estado de forma. Días donde la exigencia no es solo física, sino mental, emocional y casi espiritual. El otro día, viví otro test más de 180 km en bici, una simulación exacta de lo que me encontraré en Dinamarca, en mi próximo Ironman, misma nutrición, misma bici, mismos objetivos de potencia, misma ropa, misma estrategia. Pero con una diferencia que lo cambia todo, hacerlo solo, en la Sierra de Madrid, a 900 metros de altitud, sin tráfico cerrado, sin avituallamientos, sin arcos de meta, sin una sola voz gritando tu nombre.

Antes de salir, ya estaban todos ahí. No hablo de personas. Hablo de los personajes que todos llevamos dentro.
El "Víctor positivo" me decía:
“Venga, tío, esta sesión es clave. Es simulación real. La vas a clavar.”

Pero el "Víctor cómodo", ese que todos conocen aunque no le pongan nombre, también susurraba,
“¿180 solo? ¿Para qué? Si ya sabes competir, haz 120 fuerte y lo demás tranquilo, no hace falta matarse.”

Y luego estaba el "Víctor víctima", que apareció justo cuando me puse el casco,
“Esto no es justo. En carrera tienes público, avituallamientos, tráfico cerrado… esto no es lo mismo. Hoy no vas a rendir igual. ¿Para qué forzarlo?”

Y sí… salí con todos ellos en mi cabeza, la grupeta más incómoda que existe.

Nunca escucho música cuando entreno. Ni en bici, ni en el agua, ni siquiera en carrera. Me parece una forma de evitar lo que realmente está pasando. Y si algo he aprendido en los triatlones de larga distancia, es que allí no puedes evitar nada, tarde o temprano, te vas a encontrar contigo. Por eso ese día, a los pocos kilómetros de empezar, ya sabía que no estaba entrenando sólo con las piernas.

El recorrido tenía más desnivel que el de Copenhague, no es que fuera brutal, pero acumulaba lo suficiente como para no poder relajarte nunca, casi 100% acoplado. Y si a eso le sumas la altitud de la Sierra madrileña, el aire algo más seco, y el hecho de que llevaba todo encima —hidratación, comida, geles, sales— y que no pensaba parar, se entiende que la presión era total. No había margen para el error, ni para excusas, ni para quejarse, como en carrera.

Oriné encima dos veces y no me molesta decirlo, lo hago en competición y lo hice en este test porque lo tomé como lo que era, un ensayo real. Y en la guerra, no hay pausas, cada gesto, cada rutina, cada pequeño detalle cuenta. Y si entrenas cómodo, compites incómodo, así que preferí entrenar incómodo, para luego competir con esa sensación ya asumida.

Las piernas respondían, iba rápido, muy rápido. Pero en este tipo de sesiones no es la velocidad lo que impresiona, es el silencio. Ese silencio real, profundo, que aparece cuando llevas más de dos horas sin cruzarte con un alma, sin escuchar una voz, sin mirar una pantalla. Y entonces empieza la parte interesante, la conversación contigo mismo.

En el kilómetro 120, todavía mantenía los vatios que había planificado. Me sentía fuerte. Pero la cabeza jugaba otra partida. Empezaban las preguntas: ¿por qué lo haces? ¿Qué sentido tiene esto si nadie lo ve? ¿Qué pasa si hoy aflojas? ¿Qué cambia si haces 160 en lugar de 180? ¿A quién quieres demostrarle algo? ¿Otra vez con lo mismo?

Y ahí es donde entran esas respuestas que no están escritas en ningún plan de entrenamiento. No lo haces por demostrar, lo haces por sostener, lo haces porque te lo prometiste. Porque si no lo haces ahora, cuando llegue el día de verdad no tendrás esa certeza interna que se construye justo en días como este, cuando nadie te anima, cuando nadie te espera, cuando nadie te aplaude.

Llegando al kilómetro 143, que en competición suele estar lleno de estímulos, ese día era justo lo contrario, una recta larga, sol en la cara, viento cruzado, el tráfico pasando cerca, y mi reflejo en el cuadro de la bici. Y en ese reflejo vi a todos los personajes que me habían acompañado desde el inicio, el positivo, el cómodo, el víctima. Pero también al que había tomado el control, el que pedalea cuando los demás ya se habrían rendido.

Terminé los 180 km en 4 horas y 3 minutos, mi mejor marca personal a 44,3 km/h de media, sin parar., sin bajar el ritmo, sin necesitar más que lo que ya tenía dentro. Al terminar, me bajé de la bici con una sonrisa contenida. No por la cifra, sino por lo que había sostenido. Porque ese día confirmé una verdad que muchas veces olvidamos, que el valor real de un entrenamiento no está en los datos, sino en quién eres cuando no hay nadie mirando.

Y esa, quizá, sea la parte más dura y más bonita de la larga distancia.